Cuando Moulaye Ndiaye se inclina, un latigazo de dolor sacude su abdomen. El senegalés todavía no controla los engranajes de su frágil anatomía. Y eso que encadena once meses conviviendo con los rabiosos envites de una agresión que le asomó a la muerte. Un desconocido le arrojó por un puente de seis metros de altura en Buñol(Valencia). La secuencia se produjo durante una madrugada de fiesta mayor ante 10.000 personas. Casi nadie vio nada. O eso dijeron. No hubo detenidos. Solo un testigo declaró a la Guardia Civil. La víctima busca ahora al culpable del batacazo que le causó una lesión medular, la rotura de varias costillas y la pérdida de visión del ojo derecho. “No guardo rencor, pero sí pido justicia”, sentencia. Mientras apura su lenta recuperación, el inmigrante protagoniza una campaña ciudadana para cercar al agresor mediante carteles y la plataforma Change.org, que roza ya las 36.500 peticiones. Quiere verle la cara al odio.
La vida de Moulaye, de 39 años, estalló a las 4.30 del 29 de agosto de 2012. Un rato antes, el senegalés había llegado a Buñol para vender gafas y sombreros en la concurrida Empalmà, que es como se conoce a la madrugada previa a la fiesta de la tomatina, una guerra despiadada de tomatazos que atrae cada año a 40.000 visitantes. “Pensé que podía ganar 30 euros por 12 horas de trabajo”, recuerda. En las casetas instaladas en la Curva de la Jarra, un enclave a las afueras del pueblo esculpido por frondosa vegetación, se respiraba diversión. Corría el alcohol. Moulaye desplegó su mercancía de artículos luminosos junto a la barandilla. Cuando levantó la cabeza estaba rodeado. Cinco jóvenes descamisados le miraban fijamente. El más bajo y musculado, un veinteañero de 1,70, pelo muy corto y pantalón blanco, le arrebató unas gafas.
—Amigo, devuélvemelas. Solo quiero ganarme la vida.
—Vete a tu país, negro.
El senegalés se dio media vuelta. Imaginó que sería un episodio más delcentenar de gestos racistas que acumula desde que llegó a España hace siete años. Escupitajos, zarandeos, miradas desafiantes. “Pronto me di cuenta de que esta vez era diferente. No se iban”. Y así fue. Tras la advertencia la emprendieron a golpes contra él. Un agonizante minuto después, llegó el empujón que le precipitó al vacío de espaldas. Su mochila cargada de sombreros amortiguó el impacto. Le salvó de una vida en silla de ruedas, como le dijeron en el hospital valenciano de Manises, donde se despertó, desconcertado, y permaneció 26 días muy grave.
¿Dónde está el criminal? Se esfumó por la maleza tras una persecución de película. Hoy se sabe que se puso una camiseta de tirantes morada para difuminarse entre la muchedumbre, según el único testigo, Ricardo Zanón. “Dijeron: ‘Vámonos de aquí, que lo hemos matado”, relata por primera vez este vecino, que avisó a la Guardia Civil e insiste en que la pandilla del odio no era de Buñol. El testigo se encaró al agresor para recriminarle su ataque. El matón echó a correr por una empedrada calzada que esta semana amanecía desierta.
La Guardia Civil mantiene abierta la investigación con la esperanza de nuevas confesiones. Moulaye no ha reconocido al delincuente entre la veintena de fotos que le han mostrado. “No quiero acusar injustamente a nadie”, apunta, mirando al suelo. Para garantizar las pesquisas,Movimiento contra la Intolerancia recurrió el archivo del caso. El senegalés declarará el próximo miércoles en el juzgado de Instrucción número 4 de Requena. Entre tanto, Buñol trabaja a contrarreloj para que el suceso no empañe su fiesta mayor del 28 de agosto. El municipio de 10.000 habitantes evitará este año los chiringuitos junto al puente de la discordia y duplicará los agentes de seguridad (400), según el teniente de alcalde, Rafael Pérez.
El senegalés no es una rara avis. Su agresión coincide con un ligero rebrote del odio. Movimiento contra la Intolerancia detectó el pasado año 346 agresiones racistas, un 5% más que antes de arreciar la crisis.
Son las 13.00 en la soleada casa de Moulaye, en el barrio valenciano de El Cabanyal. A dos minutos caminando emerge el mar, metáfora de la contradicción. Como miles de subsaharianos, el protagonista de esta historia desafió a la muerte en patera. El viaje de la desesperación transcurrió durante una semana de septiembre de 2006 en una barcaza fletada por “hombres malos” que transportó 94 vidas. “Un compañero desfalleció por la fiebre”, recuerda desencajado. Él pagó por llegar a La Gomera 1.300 euros, el equivalente a un año de su salario como conductor de autobús en la ciudad de Mbacke, donde residen sus cinco hermanos y su madre.
Se lo pensó mucho antes de emprender la aventura. Una frase en su idioma wólof sentencia que a la mitad de las pateras se las traga el mar. Pero la barca y el riesgo se revelaron como el único salvoconducto para huir de la desgracia en un país donde un tercio de la población (cuatro millones) sobrevive con menos de un euro al día, según el Banco Mundial. Quizá por eso, Moulaye no tiene fotos de Senegal en casa. Sus recuerdos planean en forma de viandas de cuscús y arroz con pescado que degusta cada noche cuando rompe el ayuno del ramadán. “Si tuviéramos dinero, seríamos completamente felices”, indica este hombre, que antes del accidente se pateaba las ferias de Valencia por 180 euros al mes para enviar 60 a su madre.
El senegalés Musa Samba, de 31 años, ha sido durante casi un año el ángel de la guarda de Moulaye, que tras la agresión obtuvo un permiso de residencia temporal y sueña con aprender el oficio de electricista. Moulaye ayudó antes a su benefactor con un techo y un plato de comida. “Un amigo no debe dormir nunca en la calle, ni pasar hambre”, sentencia el accidentado. Musa ha correspondido este año asistiéndole como enfermero. Le dio de comer, le vistió y le mantuvo económicamente durante la larga convalecencia. El protector se dedica a recoger naranjas. Cobra un 70% menos que un español. Y hace años que perdió la cuenta de los empresarios que le estafaron cuando carecía de papeles. Pero no se queja por eso. Como su amigo, reprocha el inexplicable odio al negro hambriento de una minoría. “¿Por qué? Solo queremos ganarnos la vida”.En el hogar de El Cabanyal solo se escuchan historias de miseria. Pero se sonríe. Como el pan de los pobres, todo se comparte. Quien trabaja ayuda al parado. Planea un sentimiento de solidaridad que reconcilia con la condición humana. Los cuatro inquilinos se han sentido en algún momento ganado. Conocen la humillación de que se les rocíe con cerveza. Saben lo que es recibir una patada de madrugada por extender una manta con CD. O que se les expulse de un bar antes de entrar. El repertorio de insultos recibidos bascula entre el “negro de mierda” y la amenaza de muerte. Aun así, cuesta arrancar malas palabras. “Estoy acostumbrado. No me importa agachar la cabeza, irme cuando me insultan”, admite Moulaye.
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